viernes, 22 de octubre de 2010

Masa

El esposo seguía encerrado. Estela se dedicó a cocinar más carne y a guardarla en potes para congelarla de nuevo. No dejó de llover en toda la noche. Las ventanas se golpeaban entre sí por la fuerza del viento. Ella permaneció desnuda, acostada sobre su nuevo abrigo, esperando por el esposo. Se casaron muy jóvenes y solo se sintió querida los primeros tres meses. Ahora, con la piel seca, desteñida y moribunda, no necesitaba usar ropa dentro de la casa. Tenía suficiente piel para cubrir lo que su esposo no quería tocar. Cada cierto tiempo cambiaba de posición, dejando las nalgas hacia arriba o hacia abajo. Movía los dedos de los pies al ritmo de los dedos de su marido golpeando la máquina de escribir. Imaginaba que esas manos iban rodando por su espalda, como un rodillo sobre un trozo de masa, restregándose hasta moldearla. Sentía el peso, el sudor, el movimiento. Veía cómo su piel iba cambiando de forma a medida que las manos se apropiaban de ella. Estela abrió sus piernas y dejó que las manos siguieran condimentándola. Tac, tac, tac. Sigue el tecleo, el marcapaso, la masa se aplana. Se toca con el dedo índice, nota que ya le echaron mantequilla. Se siente complacida y hace un esfuerzo por mantener las piernas abiertas. Retira el manto de su espalda y lo utiliza como paño para secarse. Agarró el paraguas y salió por la puerta sin trancarla con llave. Caminó a la iglesia arrastrando los pies, sin importarle que se llenaran de lodo. No saludó a las mujeres de los sombreros rojos, ni a la de los bolsos naranja; ella caminó hasta el primer banco y se reclinó para murmurar la oración del perdón. Antes de que comenzara el servicio, subió al balcón y se incorporó a la coral.

Raquel Abend