sábado, 30 de mayo de 2009
Celos Mortales
jueves, 28 de mayo de 2009
Ahora o Nunca
La excursión a Roraima, dura seis días. Tres para subir, dos noches en la cima y dos días para bajar. Se preguntara Ud. el por qué del desequilibrio. Tiene razón. El cansancio, y la difícil topografía, hacen el camino en bajada doblemente difícil. Si Ud. como yo, tiene sus años, le recomiendo que no haga muchas preguntas, no vaya a ser que se asuste y decida no hacer la excursión que deseo recomendarle.
Durante el viaje en rústico desde Santa Elena hasta Paraitepuy, pueblo de donde sale la excursión, conocí a mis compañeros de viaje. La mayoría, eran montañistas experimentados. Para otros, subir al Roraima era el sueño de su vida, llevaban meses subiendo al Ávila con un morral cargado con el peso necesario en la espalda. Asustada, comencé a preguntarme, cómo había tomado yo la decisión de hacer este viaje. No tenía ninguna hazaña que contar.
—Resista Ud. el miedo hasta este punto. Le aseguro que en un instante, gracias a Dios, no tendrá ya vuelta atrás.
Al bajarme del carro, recorrí con la vista el infinito espacio que me separaba del tepuy. Raptada por la belleza, abrumada por la majestuosidad del lugar, me rendí. La prudencia y la sensatez, ni hablar de la ponderación y la mesura, ya no estaban conmigo o se habían escondido. Se me ocurre que si pudiera recuperar en mi conciencia, la memoria del momento de mi nacimiento, estaría teñida de esta misma hipnótica resignación.
Ajusté mi morral y comencé a caminar.
Las piedras del camino se convirtieron en mis compañeras , rosadas, terracotas, grafitos; romas y puntiagudas, rugosas y lisas. Algunas me servían de peldaños, otras me tendían una trampa resbaladiza. Entre ellas, en ocasiones, una hilera de pequeñas hojas verdes recortadas, caminaba incansable en larga fila, llevando su provisión al hormiguero, mientras cumplía riguroso el sol su jornada. A ratos, las piedras abrían paso a un mosaico de tierra roja apelmazada, surcada por infinitas formas, entonces podía mirar hacia delante para contemplar cómo crecía el tepuy o hacia atrás para regocijarme al ver el camino recorrido.
Cuando al atardecer llegué al primer campamento, me alivió comprobar que ya no faltaba nadie y sin embargo, ninguno me esperaba.
Completada la primera fase, el camino me había entregado claras instrucciones: poco a poco, un paso a la vez, te acompañas. Como en mi aventura cotidiana, allá con esfuerzo, aquí con deleite, había encontrado un lugar, el último; un ritmo, un paso a la vez; un tiempo, Suficiente.
Amaneció despejado. Kukenán y Roraima , uno al lado del otro, más grandes pero aún lejanos. Comencé a subir sintiendo mis pasos como si aún soñara, acoplando mi corazón al mantra: un paso a la vez.
Ficción o leyenda, no me está permitido contar lo que siguió. Visión de otro mundo elemental, tan desconocido como si pudiera verme por dentro. Aún hoy, instantes de ilimitada soledad y belleza regresan a mi memoria; piezas únicas que pierdo y olvido cuando intento atraparlas.
¡Ahora o nunca! Momento permanente, dilatado y minucioso. Poco a poco, un paso a la vez.
El Morral
miércoles, 27 de mayo de 2009
Los Recuerdos de Rosendo
En La Salina transcurría la mañana, y el mar, esa inmensa extensión de azules que se pierde en el horizonte, se batía sin descanso. El sol y la brisa eran caricias gratificantes y sobre la playa que parecía sin fin, los pensamientos saltaban en el tiempo. Al principio fue Jesús, el mayor. Aún podía recordar cuando se marchó tras el esplendor del petróleo y solo supo de él años mas tarde. Un viajero, de esos que aparecían en alguna ocasión, le había dejado un mensaje en Pampatar: “díganle a Rosendo que su hijo está preso en La Rotunda”. La esperanza de verlo de nuevo se fue apagando después de tantas lluvias, y pensar que en La Salina llovía una vez al año. Más tarde, Fina, Elisa y María morirían de calentura cuando aún eran niñas. Después fue Chicho, quien tenía catorce y jamás volvió de pesca cuando una tormenta se adueñó de las aguas. Pasada una semana de su partida; entre susurros, María, su mujer, le había dicho: “no lo esperes más”. A pesar de la dolorosa evocación, su rostro se iluminó de picardía al recordar a Camucha, su hermana mayor. La pobre había sufrido de belleza tardía. Ningún pretendiente se le acercó en vida, y sólo la noche de su velorio, el ciego Narciso se aproximó a la urna para exclamar: “que bonita quedó la difunta”.
Rosendo, de rostro surcado por profundas arrugas, manos rudas y espaldas anchas, concluía la faena. Empapado por el esfuerzo, se incorporaba con lentitud y retirando el sudor de la frente con el dorso de la mano, regaba la mirada sobre la playa. Más allá, su mujer, encogida por los años, se apoyaba en un haragán mientras descansaba de amontonar tanta sal. El viento parecía arrastrarla al agitar sus enaguas como si fuese un pendón desplegado frente al mar. Se hacía mediodía y el sol deslumbraba. Incontables conos, brillantes de blancura, yacían apilados en una larga hilera tras la matrona. El océano lamía con deleite la extensa playa. A un lado, dejaba al abandono un trozo de madera que algún día había sido de una embarcación. El rumor del oleaje era perturbado, a ratos, por los chillidos de las gaviotas que parecían custodiar la tranquilidad del paraje. Era un instante de sosiego.
Rosendo, intrigado, se percató como un extraño se acercaba con lentitud hasta donde María, distraída, continuaba con su labor. Preocupado, trató de advertirla, pero las palabras se le anudaron en la garganta. La zozobra se transformó en una extraña sensación y se detuvo. El visitante abandonaba el equipaje y avanzando, llegaba a espaldas de la mujer a quien llamaba la atención. Por un instante que pareció hacerse infinito permanecieron inmóviles. Entonces, el anciano observó como el hombre caía de rodillas y se sostenía abrazado al regazo de la mujer. Ella, en gesto cariñoso peinaba con sus dedos la cabellera del recién llegado. El viejo pescador pretendió avanzar sin lograrlo, sus piernas no respondían y él también cayó de rodillas. Lágrimas sobre los surcos de su curtido rostro se deslizaban en silencio para caer en la arena. La felicidad era infinita. Su hijo estaba de regreso. Jesús Olmedo había vuelto a casa.
Luis Bonilla
martes, 26 de mayo de 2009
La Olvidada
De un lado Colombia, del otro Venezuela, en el medio yo, parte de un grupo de turistas que recorre las corrientes del río Atabapo. Sobre las aguas color caramelo que fluyen dentro del corazón del estado Amazonas navega este humilde bonguito a motor, que nos lleva a nuestra parada del día: a conocer los sobrevivientes de una tribu Piaroa.
Al llegar a una orilla de la jungla venezolana bajamos uno a uno para emprender el camino que falta por recorrer. La delgada chica alemana de nariz fina y perfilada, que pasó el recorrido en bongo inmutada al lado mío, estrena su primera mala palabra en español cuando descubre que hay una araña viajera de más de diez centímetros bien acomodada al lado de ella.
Sin mucho preámbulo nos guían por el diminuto sendero que esconden los árboles. Gotas gigantes, rezagadas de la tormenta de la noche anterior se escurren en el espesor de la selva, y hacen de esta húmeda caminata un viaje más relajante.
En menos de 20 minutos llegamos a un claro, al destino. Niños de un color de piel canela nos ven llegar, nos examinan como nosotros a ellos. Es un intercambio de miradas, de primeros acercamientos, de intimidación. Yo, en el terreno que les pertenece; ellos, objeto de exhibición. Se ríen, murmuran, cuchichean, cómplices en un idioma al que no estoy invitada a entender.
La decoración del espacio es puntual: paredes de bahareque recién montado, techos de palma seca y una fogata viva con pavones tendidos sobre una parrillera de madera. No han pasado ni 10 minutos cuando uno de los venezolanos del grupo ya está negociando una jarra de yare recién extraído con uno de los indígenas que mejor domina el español.
No tardo mucho en recorrer el lugar. Sé muy bien que si sigo caminando tan sólo un par de metros más, encontraré que las casas de bahareque se convierten en cemento, los techos de palma en láminas de zinc y a la fogata la reemplaza una antena del canal del Estado. Sí, de la tribu piaroa no quedan más que algunos sobrevivientes que se niegan a dormir entre paredes de cemento hirviendo.
Decido no caer en decepción, y me dedico a esculcar en los rincones de las casas típicas. Es así como entro a una de las chozas más pequeñas de todas. Sin pedir permiso, sin tocar si quiera por cortesía la puerta que ya estaba abierta, entro con algunos del grupo a la humilde vivienda indígena.
En el centro, como parte de la escenografía étnica, una vieja mujer dedica sus manos a la faena de preparar casabe. Difunde la masa gentilmente sobre el budare caliente y la esparce con constancia una y otra vez, moviendo sus dedos en la misma dirección infinitas veces. No levanta la mirada, su ritmo de trabajo no cambia con nuestra abrupta llegada. Nosotros no estamos ahí.
Sus manos se dedican al exclusivo propósito de pasear la yuca molida por el fervor de la piedra, sin importar ser objeto de observación, sin notar los clicks indiscretos de la cámara réflex del hombre italiano que se le acerca cada vez más.
La mujer no parece estar al tanto de que a pocos kilómetros de ella hay un colegio, una bodega, una calle de cemento y una estación militar, donde jóvenes de dieciocho años manejan armas con la misma ligereza que con la que ella manipula el budare.
En ella se detienen los minutos, en el movimiento rítmico de sus manos se congelan los años que han desplazado las ancianas costumbres que alguna vez reinaron en esta población. Ella se impone ante todo, como retándonos silenciosamente con su estilo de vida.
El ritual en el que está sumergida la olvida del resto de la población, o la hace olvidar, no sé bien, porque la mujer nunca habla, apenas respira, como hipnotizada en un exilio voluntario.
Adentro, en el corazón de la selva amazónica aún se aferran nuestras raíces, escondidas en casas de bahareque y techos de palma, negadas a dejar de existir.
Karina Gallardo
Huesos Celosos
Anhelo
Tengo celos de la gente que vive la vida rutinaria.
Tengo celos de quien se levanta con el aliento de un otro en sus orejas.
Tengo celos de la madre que lleva los niños a la escuela todos los días.
Tengo celos de la mujer que se afana para llegar temprano a casa porque su marido la espera.
Regresan a mi memoria días que pretendí olvidar en los que era yo como esa gente, en los que era mi nombre el de esa mujer.
Ya mis niños no van a la escuela.
Me cansé de madrugar para asegurarme de que Otro estaba aún a mi lado, me cansé de anochecer esperando a que regresara.
Fiebre
Si los celos son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo, que el tenerla es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta.
Miguel de Cervantes Saavedra
…Que me perdone Cervantes…
FIEBRE
Poseído el cuerpo por un ajeno amante,
hierve la sangre en la columna del termómetro.
Ejército implacable y preciso se levanta
aniquila al extraño sin dejar rastro
Nora Palacios