miércoles, 29 de julio de 2009

Canto a un Ave Bajo Tierra


Mi amiga es una biblioteca donde leo las historias que escribo
en su silencio me encuentro
en su voz, firme y decidida, hay un aliento a menta y lirios.

Mi amiga se equivoca y se ríe como el cristal sincero.
Ciertos domingos, esa risa me despierta
golpea mi ventana como un carpintero de rápidas alas.

Sin razón, a veces vuelvo a las cartas que aún viven en baúles
releo sus errores, su infinita libertad, su temor a la muerte
la percibo tan cerca como siempre, mi amiga es infinita, no me abandona.

En la piedra pulida de su inteligencia me encuentro retada
en su diario, mis fotos de adolescente.
En sus memorias tristes, mi compañía, mis errores y faltas.

En sus regalos, mis amuletos.


Mi amiga vive ahora bajo tierra
se codea con gusanos y bacterias fosforescentes
toma el té de la tarde anticipando una psicodelia nocturna.

Desde allá en las colinas verdes del Este
despliega su falda de letras, una montaña exuberante de hojas blancas
para que yo escriba su historia y no sean olvidadas sus pasiones.

Serena como estoy por el agotamiento del llanto
desierto como soy por el efecto del viento,
mis dedos van a la tinta con tímido entusiasmo.

Aquí su mano bruja, alrededor de nuevos amigos poetas.
Ellos, en un azar nada inocente, escogen su aniversario para celebrar la amistad.
¡Feliz cumpleaños! mujer mariposa, amiga de todas las gotas, suelo fértil de las palabras.

Dafne Gil

La Última Imagen


Llegó con un cambur en la mano, ya estaba pelado y sin abolladuras. Agarró un cuchillo y le cortó los dos extremos, dejándolo como a una criatura perfecta. Yo seguía amarrada a una silla transparente, sin ropa y ya con el cabello totalmente raspado. Ya me había cortado las uñas y quitado las pestañas, depilado cualquier exceso de materia humana que impidiera dejarme lisa y pálida. Estaba metida en un cubo blanco totalmente iluminado. Pronto me iban a cortar la lengua y a encadenar mi voluntad, mi libre pensamiento y capacidad de sentir emoción. Se acercó y, sin decir nada, colocó al cambur que estuvo sosteniendo, en una silla a mi lado y nos dejó solos. Volvió a entrar y le puso mis uñas, mi cabello, mis pestañas y el corazón de una vaca amarrándolo con una liga azul oscura. Luego con un cuchillo le abrió dos agujeros para que me viera. No pasaron dos días, cuando le pedí que también me quitara la vista.

Raquel Abend

martes, 28 de julio de 2009

La Constelación de Los Leones


El anciano cazador haló el gatillo. «¡Le di en medio de la frente!», exclamó. Era pleno mediodía. El metal del rifle era una plancha entre sus manos. Sigiloso, el anciano bajó el arma y con sorpresa vio que el león había desaparecido… En su garganta se acumuló saliva y desconcierto.

Sin embargo, él se armó de valor y caminó los treinta metros que lo separaban del bosquecillo donde había visto la melena del animal.


Recargó su arma. «Tengo todas mis balas listas», murmuró mientras sus ojos buscaban el menor indicio de movimiento. Sin embargo, cuando llegó a la espesura, no consiguió la anhelada fiera.

« ¡Aquí estaba… sus huellas están en todas partes, estoy seguro!!», dijo examinando la tierra del lugar. «Qué raro», pensó el cazador. « ¿Cómo puede desaparecer así un león?».

El sol lo flagelaba. Se quitó el casco y se secó el sudor que goteaba desde sus cejas. Se rascó la cabeza cuando recordó que unos nativos le habían dicho algo sobre un león espectral que aparecía y desaparecía en los recodos de la selva.

«Pero esas son bobadas…», se carcajeó mientras destapaba su cantimplora y sorbía su última ración de agua.

Su frente era un volcán de lava sudorosa. Mareado, se dejó caer y apoyó la espalda contra el tronco de un árbol. Cerró los párpados. Luego, cuando los reabrió, se quedó boquiabierto.

«¡Dios, pero si ya anocheció!», exclamó sin saber si había sido víctima de una insolación o si tan solo se había quedado dormido.


«¡Que hermosas!», pensó el cazador cuando vio la noche poblada galaxias y el ojo de la luna mirándolo desde el cielo.

En ese momento se sintió feliz. Era la primera vez que dormía al aire libre, en plena selva, sin mosquiteros y con la luz de las constelaciones.

Cerró de nuevo sus ojos y no quiso levantarse.
Dormido empezó a soñar …y en medio de sus sueños vio a una manada de leones. Entre ellos estaba el magnífico ejemplar al que le había disparado ese mismo día, el mismo que luego se había esfumado como por arte de magia.

Sin embargo, esta vez no era un león solitario: lo acompañaba todo un rebaño de felinos. Los ojos luminosos de aquella parvada lo acorralaron, pero él se sintió feliz de poder verlos a la cara sin la obligación de matarlos. «…pues a fin de cuentas todo es un sueño», pensó.
Cuando los leones de la noche se acercaron aún más y le arrojaron su fétido aliento en la cara, el cazador aún se sentía contento.

En el cielo brillaban las estrellas y las mismas se confundían con los ojos radiantes de aquellas bestias que lo rodeaban.

«¡Los ojos de los leones son como las estrellas!», pensó el viejo cazador sin apartar la espalda del árbol, sin moverse, sin acordarse de su rifle que estaba a un metro de su mano.

Al día siguiente, cuando los compañeros del viejo por fin lo encontraron, se sintieron horrorizados. No entendían cómo era posible aquello: el más experto cazador, el maestro, se había dejado devorar así como así...sin haber usado su arma que estaba lista y con todos sus cartuchos.


Hernan Lameda

lunes, 13 de julio de 2009

Hefestos en Acción


Introduzco la llave en el enorme portón verde que abre hacia el taller. Mi llavero suena contra el metal y abre con el primer giro. Enseguida siento el olor de soldadura y del hierro esmerilado. Respiro hondo y miro a mi alrededor. Los rostros enormes de yeso me devuelven la mirada: uno me guiña el ojo tras el tirabuzón inventado, otro me manda un beso.

Dejo mi cartera y enseguida voy al fondo del taller donde descorro el enorme ventanal que es mi cuadro particular al Avila. Una trinitaria floreada de fucsia recorta una esquina del cuadro y los pajaritos me reciben alborotados.

Siento los brazos pesados y algo duro que se me asienta en la boca del estomago cada vez que vuelvo de dejar lejos a mis hijos, me hace difícil la respiración.

- Nunu, ¿porqué te vas a Caracas? - me pregunta mi nieta de tres años antes de partir.
Yo le hablo de la sorpresa que le traeré pronto cuando vuelva mientras el “duro” va creciendo en mi estómago. Siempre regreso de mis viajes invadida por la tristeza con una sensación de sin sentido que lo permea todo.

A un lado los troncos de madera acumulados en años de recolección en playas y excursiones reposan inertes esperando su destino. Bajo una capa de polvo los moldes me devuelven el revés de mis creaciones y esperan pacientes. El tanque de agua esta lleno de las ceras por retocar.

Toco las herramientas que dejé desparramados en mi mesa con el apuro antes de viajar. Levanto el desbastador y le paso los dedos. Arranco unos restos de cera del mango pegostoso y lo amaso entre mis dedos con la mente ausente.

Me pongo el delantal con desgano y saco la arcilla del pipote donde la mantengo húmeda. Me paro frente a la pieza envuelta y me dispongo a abrirla. Le desamarro los cordones uno a uno; quito los plásticos que éstos sostenían; toco los trapos que deje empapados de agua y compruebo que todavía siguen húmedos. Los quito uno a uno dejándolos caer al suelo. Cuando tengo la pieza descubierta delante de mi, me siento en mi banco y la observo. Es apenas un bosquejo de proyecto, una masa deforme de arcilla sobre una estructura de hierro que la sostiene. Pero en mi cabeza escucho como el chirrido de pesados engranajes cuando comienzan a andar. Me contengo aún un rato decidiendo por donde comenzar. Quito un trozo de arcilla de la derecha y con los dedos la pego en otro lado. La arcilla se siente fría y húmeda y tiene una capa de moho que la hace plástica y maleable.

Entrecerrando los ojos, me alejo un poco para ver el volumen y trato de definir algunas cosas, pero ya mis manos comienzan a actuar por su cuenta sintiendo que quedan rezagadas de las ideas que se agolpan en mi cabeza. Corto trozos del bloque de arcilla y voy agregando aquí y allá, tomando velocidad, respirando cada vez más de prisa. En algún momento encuentro una liga para recogerme el cabello. Me escucho jadeando. Es algo físico completamente involuntario como cuando trato de aguantar algún dolor o cuando hago el amor. Siento las gotas de sudor correr por mi espalda. Me siento como el cojo Hefestos que hace su catarsis al doblegar los metales al rojo vivo, forjándolos acalorado a su voluntad, sé que este es el sitio donde va a sanar el ser lisiado en el que me convierto cada vez que me alejo.

Horas más tarde, agotada física y mentalmente me tumbo en un sillón a observar mi trabajo. Veo mil cosas que todavía quiero hacer pero mi cuerpo no responde

- Nunu, ¿porqué te vas a Caracas? – Escucho a lo lejos a mi nieta.
- Porque este es el preciso lugar en el que ahora quiero estar – Me respondo desde el “duro” que ha comenzado a aflojar.
Nurit Birnbaum

lunes, 6 de julio de 2009

Basura

Su olor secuestra el aire que respiro.

No puedo reírme a carcajadas ni suspirar sin que cada bocanada de aire se torne nauseabunda. Me asalta y me interrumpe desde no se donde este olor dulzón.

¿Seré yo?

Está aislada la basura dentro de mi cuerpo, contenida en mis glándulas y en mi colon. No hace calor y si se escapara algo de mi sudor, sería inmediatamente neutralizado por el recuerdo del diario jabón, mi desodorante, y el exquisito perfume nuevo que me puse esta mañana.

Tengo pastillas de menta para mitigar mi aliento, son inodoras mis lágrimas, se diluye mi grasa en cremas y aceites, toallas olorosas absorben mi secreción vaginal.

No. No es mi basura y sin embargo me perturba, me desconcierta la memoria del olor dulzón de mi cuerpo descompuesto.

Nora Palacios

jueves, 2 de julio de 2009

Botellas en el Mar


A veces, jugamos a los náufragos
intercambiando botellas en el agua…
botellas que encierran un mensaje
destinado a otro náufrago en su playa.

Muchas veces estuvimos tú y yo cerca,
y nunca pude arribar a tu ensenada.
Pero hace poco estuvimos codo a codo
y la luz de tu faro centelleaba.

A veces me confunden tus señales.
Como un barco en la neblina me extravías.
Anclado permanezco en mi ribera…
Tú te quedas en tu isla, yo en la mía.

Pero si la luz sobre tu arena es verdadera
zarparé feliz, sin mensajes ni botellas,
y por fin estaremos frente a frente
los dos sobre la misma tierra.

Hernan Lameda

miércoles, 1 de julio de 2009

Embriaguez


Torno mis labios
para acostarte en ellos
rasos, delicados

te desbordas de mi copa.

Te coloco en mi distancia gris
para que tú mismo te acerques
te impongas en mi lengua
y amamantes la fragilidad que respiro

dando vueltas
humedeciéndote en mi pozo salival
sedoso y plástico.

Déjate regar lentamente
hazte líquido dentro de mí
como la uva roja que no encontramos jamás

liviana, miniatura, llevadera.

Gira en torno a la fruta
desenvuelve su capa
en pieles desnudas
muérdela,
devórala brillante

la capa afable, se derrama peligrosamente

el jugo baña tus labios
y yo los seco con mi saliva.

Recoge otra, limpia la tierra
desempolva la emoción

los dedos penetran
alejas las semillas que siempre nos estorban
y nos acercamos más

te atreves a conocerme
no me tengas miedo
déjate morder y derrámate
como un río dulce
por todo mi cuerpo
embriágame de ti
no dejes que enloquezca sin haberte probado.

Raquel Abend

Botella de Vino


La apuesta era sencilla. « ¡Me gusta el vino! », me dijo ella. Sin perder el tiempo caminó hasta la cocina, abrió la nevera y regresó con las curvas de una botella entre las manos. Tenía en sus ojos una chispa maliciosa. Yo me quedé mudo cuando ella me entregó aquel objeto de vidrio cuyo contenido nos seducía y asustaba.

— ¿Pero por qué, justo en este momento, quieres tomar vino?—le pregunté.
Ella se encogió de hombros.
—La cosa es simple—me dijo—…sin el vino, nada funciona. El único detalle es que no tengo sacacorchos. Así que si logras destapar la botella sin romperla, ni llenarte las manos de licor, ni hundir el corcho en ella… todo será posible.

Pasé toda la noche probando con tenedores, cuchillos, un lapicero, un cortaúñas y hasta con un gancho de ropa. Estuve a punto de lograrlo, pues el tapón aflojó cuando lo perforé con un tornillo y un desarmador de estría. Me sentí feliz, pero de repente algo resbaló y zassss… el corcho naufragó en el alcohol.

—¡Perdiste!—ser burló ella—.Lo siento mucho…

Desde ese día, voy con un koala o un morral a todas las fiestas y eventos. Mis amigos me miran intrigados, pero yo prefiero estar preparado contra todo. Cargo conmigo siempre un sacacorchos, una tijera, ganzúas, alicate, engrapadora y hasta un probador eléctrico… cualquier tipo de herramienta imprevista y absurda, lo que sea, para nunca más perder una apuesta.

Hernan Lameda