jueves, 22 de octubre de 2009

Desde Nuestros Bancos


La diversión comenzaba apenas despegaba los pies del piso para impulsar el columpio. Mi mamá, mi hermanito y yo pasábamos la tarde en el parque. El protagonista era un tobogán inmenso de cemento pulido.

Ella se armaba con el periódico del día, para pasar al menos dos horas sentada en un banco de cemento, mientras nosotros nos mimetizábamos con todas aquellas atracciones.

Día a día probábamos las leyes de la física: para deslizarnos más rápido en el tobogán, le echábamos talco. Estudiamos científicamente la eyección de nuestros cuerpos desde los columpios, evaluando en cada salto: altura y longitud recorrida por el participante, ganaba quien aterrizara más lejos a cualquier precio. Al hablar de precio me refiero a dientes partidos, quijadas rotas, rodillas y manos raspadas. Mientras, mi mamá leía y nos observaba desde su banco.

Si había llovido, se formaba un gran charco en donde paseábamos nuestros carritos amarrados con pabilo, ese gran pozo fue bautizado como el Río Macanuca.


Cada cierto momento me sentaba en el banco junto a mi mamá, distrayéndola de su lectura. Ella nos alertaba diciendo —vayan a jugar. ¿Para qué los traje, para que se sentaran?, ¡Pues no! Los traje para que jugaran, si se quieren sentar nos vamos para la casa— Allí quedaba ella observándonos mientras nos incorporábamos nuevamente al grupo.


La retahíla de su discurso seguía —pierden el tiempo aquí sentados en vez de ir a jugar, ojalá y nosotras pudiésemos jugar cada día como ustedes. Aprovechen que el tiempo se va rápido— pero cómo iba a entender eso si mis tardes pasaban despacito, tenían como 300 horas.

¿En qué momento transcurrieron tantos años que no me di cuenta? Imagino que pasaron mientras peinaba a mis Barbies y maquillaba como payaso a mis tías o cuando recortaba las revistas para fungir como editora y hacer nuevas de papel bond con fotografías de alta moda, que luego vendería. Puede ser que el tiempo se consumió como incienso, cuando mi mamá se sentaba como público risueño en la sala para ver mis shows de producción casera o, transcurrió mientras ella batallaba campalmente peinando mi maraña de cabellos logrando a duras penas un moño para mis clases y presentaciones de ballet. Se apresuró el tiempo y las dos estamos más entradas en años y en complicidades

Hace poco la acompañé al casino. Me pareció curioso que estos están llenos de soledad, pastillas para la tensión, insomnio, whiskey, propinas, comidas y ruido. Son una especie de crueles ancianatos que juegan con madres y abuelas desgañitadas que gritan bingo o jalan palancas. Sin embargo, eso no impidió que fuese hasta ahora uno de los mejores días que he tenido.


Al llegar noté que todas las tragamonedas son iguales, sólo cambia el muñequito. A ella le gusta jugar con una de monitos pero estaba ocupada, según sus palabras “por una vieja que seguro no sabe ni jugar”, mientras tanto escogió otra. Ahora era yo quien se sentaba a su lado a verla jugar. Disfruté de sus gestos, de su emoción al explicarme cómo funcionaba, de su sagrada compañía, mientras el tiempo me iba mostrando cuadro a cuadro la película que me dejaba detallarla con total calma, tal como hacía ella con nosotros en nuestras tardes de parque.


La física volvió a hacer de las suyas, esta vez para mostrarme el paralelismo del tiempo. Las dos nos observamos caleidoscópicamente. Era como si ambos momentos se podían tocar uno con otro e inclusive, intercambiarse y regalarnos imágenes que creíamos haber olvidado. Ella desde el parque en el banco de cemento y yo desde el casino en el banco de terciopelo. Yo inventando cómo atravesar con mi carrito el Río Macanuca y ella cómo pasar el monito de liana en liana, ella viéndome reír y crecer y yo viéndola olvidarse de sus angustias, de sus pastillas, de la política y sus dolores.


Fue mágico estar allí sólo con ella. Entre las dos borramos a todas las personas que estaban alrededor, cambiamos el ruido de las tragamonedas por canciones de Alfredo Sadel, tumbamos el techo para ver las estrellas que iban danzantes al compás de la luna. Quitamos las paredes y pusimos ventanales para que ella pudiese sentir la brisa y ver la montaña. Inclusive, en un momento las luces se atenuaron aún más para disfrutar del mejor ballet y cuando ya tuvimos que irnos nos montamos en un gran carruaje guiado por mariposas y luciérnagas que se acompañaban por las hadas que iluminaban nuestro camino de regreso a casa.


Qué cosas las que revivió mi caleidoscopio. Al guardarlo me quedé con lo mejor de la noche, con mi mamá. Me apena confesar que mi relatividad del tiempo me lleva a confundir la realidad, sin saber si ahora sigo jugando en el parque y el resto es una fantasía de quien seré en el futuro o realmente el tiempo pasa tan temiblemente rápido que al terminar de escribir esto haya envejecido sin darme cuenta y sólo esté recordando a la muchacha que fue un día al casino con su mamá, que al guardar su caleidoscopio se vio allí sentada esperando escribir en algún momento sobre ese día.


Supe que por hoy había terminado la diversión al volver poner los pies en la tierra o fue en la alfombra del casino.

Nathaly Salgado

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