La familia Altuve salió de Caracas con destino a San Carlos, Estado Cojedes, para pasar una temporada, fueron invitados por los Soriano, propietarios de una de las haciendas más prominentes del sector. Leonardo y Humberto, hijos de los Altuve y de los Soriano respectivamente, eran rivales, ambos sin saberlo luchaban por el amor de Adriana. El único testigo era una frondosa acacia que estaba en el jardín de la casa.
Eran ya como las cuatro de la tarde, cuando los invitados llegaron a la propiedad de los Soriano y lo primero que hizo Leonardo, casi sin mediar palabra con los anfitriones, fue correr hacia el jardín para saludar a su confidente, la acacia. Alejandro llegó más tarde porque estaba haciendo un recorrido a caballo por los alrededores.
Humberto se sentó al pié del árbol y empezó a hablarle como si éste lo entendiera:
— ¡Hola confidente!, aquí me tienes nuevamente aprovechando tu sombra, he venido a saludarte porque eres mi verdadero amigo, el único en el que confío, no sé si me atreva a declararle mi amor a Adriana, no hago más que pensar en ella día y noche, ¿crees que me haga caso con esta cara de chiste que no me puede quitar ni siquiera el cirujano de Michael Jackson? Ni siquiera sé montar a caballo, le diré a Alejandro que me enseñe para demostrarle a mi amada, que monto mejor que Gustavo Ávila conduciendo a Cañonero en el Kentucky Derby del setenta y uno. Bueno mi pana, me voy porque estoy famélico. ¿Tú me estás parando bolas verdad? Te lo pregunto porque siempre allí sin decirme nada, lo único que haces es echarme vainas cada vez que vengo, Mejor me voy porque quien me oiga hablando contigo va a creer que estoy fumado de irota.
Al rato llegó Alejandro montado en el caballo que le había regalado su papá porque las notas de ese último fueron excelentes. Dirigiéndose a su amigo le dijo:
— Epa chamo ¿cómo estás? ¿Hace cuánto tiempo llegaron? Estaba en el potrero viendo los becerros y aprovechando de conocer a este animal que me acaban de regalar, vamos a ver si te atreves a montar en esta temporada. Déjame bajarme para saludar a tus viejos.
Se bajó del caballo y se dispuso a darle la bienvenida a los recién llegados, luego llamó a Humberto para llevarlo al cuarto que compartirían; ya eran casi las seis y media de la tarde. Alejandro quiso darse un duchazo porque estaba cansado del viaje; salieron relativamente temprano de la casa, pero se detenían a cada momento, aparte de que se equivocaron de camino gracias a un descuido de su papá quien era el que manejaba. El camino les parecía extraño y por supuesto que no era el mismo, porque estuvieron a punto de llegar a Barquisimeto.
Alejandro dejó al amigo en el cuarto y aprovechó para dar una vueltecita por los alrededores de la casa, se fue a su lugar predilecto, la acacia.
— Hola, nuevamente vine para conversar contigo, algo debes tener tú para que yo venga a contarte mis pesares, ¿será que en tu otra vida eras sacerdote y reencarnaste en una mata? Si es así te digo que no vine a confesarme, lo que quiero es que me des un consejo; ¿Qué tal si voy a la casa de Adriana y le enseño mi caballo nuevo? La chama me tiene mal, cuando la veo me quedo como ventrílocuo sin muñeco en medio de un show. Bueno, sólo vine a decirte eso, mañana vuelvo para que me asesores.
Todos esperaban que Humberto saliera del baño para cenar; al rato se abrió la puerta del cuarto y era él, se sentía como lechuga en mostrador. Después de la cena salieron a la churuata para tomarse unos tragos. Ya era tarde y Leo sentía en los párpados un elefante trapecista.
Ambos se fueron a dormir porque el día siguiente empezaba a las cuatro de la mañana con el ordeño.
Cuando estaban en el cuarto, cada quien en su cama, Humberto le confesó a Alejandro el amor que sentía por Adriana, también le dijo que no se atrevía a declarárselo porque no sabía cómo iba a reaccionar ella; Alejandro, al enterarse de esto se contuvo, pero por dentro estaba más caliente que caldera de siderúrgica, los celos lo acechaban como hienas a presa fácil.
Para que tuviera confianza, Alejandro le dijo:
— No te preocupes vale, mañana será otro día y veremos qué se hace, te voy a enseñar a montar a caballo para que te luzcas al frente de Adriana. Duerme tranquilo que yo me ocupo de eso.
Al día siguiente no se pudieron levantar temprano por el cansancio acumulado, se desayunaron y se dispusieron a ensillar a las bestias para ir de paseo por los terrenos de la propiedad.
Humberto, ansioso por montar y presentársele a Adriana le dijo a Alejandro:
— ¿Por fin me vas a enseñar a montar bien?
— Si vale, fíjate, ya las sillas están puestas, lo primero que debes hacer es ponerte del lado derecho del caballo para montarte, quizá se ponga un poco arisco, pero eso es normal porque no te conoce; una vez montado, te quedas tranquilo a que yo monte el mío, por instinto tu caballo me va a seguir y si sientes que te vas a caer agárrate de la silla para que no te caigas.
Salieron a trote y por supuesto Humberto la pasó muy mal, porque Alejandro le dio a propósito las indicaciones que no eran, el aprendiz de jinete recibió una coz en la pierna, se cayó, se rasguñó con unas ramas bajas, en fin, eran él y el Pato Donald.
Cuando Humberto se enteró de que Alejandro a propósito le había dado las indicaciones que no eran, además de que un peón de la hacienda le dijo que él estaba tras la niña Adriana, la ira lo invadió, se sintió burlado; esa noche durmió afuera en una hamaca con la excusa de que tenía calor, sólo para no dormir con su rival convicto y desenmascarado. Se propuso a preparar su venganza.
A la mañana siguiente como si nada hubiera pasado desayunaron y se pusieron a hablar de los deportes que practicaban. Alejandro no hacía más que hablarle sobre la figura de las amigas con las que entrenaba, y le mostraba la manera de cómo se debía agarrar la raqueta. Humberto haciendo lo mismo empezó a hablarle acerca del boxeo y lo retó a un combate.
Casi simultáneamente acordaron irse a la sombra de la acacia, era un lugar fresco y no estaba muy cerca de la casa, al llegar allí, Humberto empieza a contar relatos de los campeones del Boxeo, tales como Joe Louis, Rocky Marciano y Cassius Clay entre otros, también hace una exhibición de las costumbres de cada uno de ellos, cuando en uno de esos ejemplos, le tocó la cara a su asombrado alumno y le dijo:
— ¡Dale pues, pelea!
Alejandro cree que es broma y le pide que pare la demostración
— ¡No me digas que tienes miedo! ¡Mariquita!
La pelea se prendió; puños, patadas y mordiscos era lo que se veía. Alejandro tiraba golpes a lo loco mientras los certeros puños de Humberto, acompañado de sus burlas, lo tenían loco.
— ¡Respeta a Adriana! Estás acostumbrado a embromar a las muchachas de este pueblo aprovechándote del dinero de tu papá.
— ¡Ah carajito, es eso lo que tienes, estás sangrando por la herida!
No supieron nunca de donde salió una voz ronca que los empalideció a los dos, las vainas secas de la acacia empezaron a caer a sobre ellos; la cara se les volvió, como dice el comercial, “blanco limpio insuperable”. La misteriosa voz les dijo:
— Dejen de pelear, son amigos de toda la vida y la mujer por la quien luchan no es merecedora del amor de ninguno de ustedes. Los veo y me río, están asustados, parecen gallinas pirocas acechadas por un zorro. ¡NO LLOREN! Hasta hace un momento eran machotes, pero ahora son unos cagones. ¡SÍ, SOY LA ACACIA !
Ambos a la vez, con voz más temblorosa que gelatina de sin cuajar, dijeron:
— ¡Ay mamá, la mata habla!
Pasaron unos minutos en los que se oían sólo lloriqueos, lamentos, no tenían fuerzas en las piernas para salir corriendo por el susto y Alejandro por la zaparapanda de palos que había recibido.
La acacia les habló nuevamente:
— Me oyen y no me interrumpen. Esa muchacha por la que pelean no vale la pena, es una abusadora, es una de las que peor reputación tiene en este pueblo, la llaman “ la Chupetera ”; en este momento está con el marido que tiene desde hace un mes, le está contando cómo les sacaba dinero a ustedes. Así que me hacen el favor de darse un abrazo y se van a tomar un trago, eso no es nada; como pago a mis consejos tendrán que recitar mi himno, como lo haría en sus tiempos Rebeca González. ¿Me expliqué?
Sin responder, y con un hilo de voz que salía de sus intestinos, empezaron a declamar “Al árbol debemos” caminando hacia atrás unos cuantos metros, para luego emprender carrera hasta la casa.
Al llegar a la casa, pálidos como cirio recién prendido, no creían lo que les había pasado; lloraron, se rieron y dejaron aflorar sentimientos escondidos nunca experimentados. Quisieron investigar lo que les dijo la acacia y fueron a la casa de Adriana para comprobar la acusación que sobre ella pesaba. Antes de llegar vieron un letrero en una pared que decía “Adriana, la puta de la sabana”, dieron media vuelta y no hicieron comentarios, era verdad.
Cuando llegaron a la casa, callados, sin que la respiración se les sintiera, fueron al cuarto a terminar de arreglar el equipaje. Cada quien en el fondo del maletín encontró una vaina recién cortada. Sin mediar palabra fueron a visitar la acacia y le pidieron permiso para hacerle una inscripción en su tronco. “Eres nuestra mejor amiga” y se sentaron a su pie para conversar.
Remo Tortello
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