Aquella calurosa mañana de junio, me vistieron con el traje de organza blanca que usé en el último cumpleaños al cual había asistido.
A mis escasos cinco años, la invitación a una fiesta era un gran evento. Mi madre me preparaba como si fuera yo la festejada. En aquella ocasión, como en todas las anteriores, mi mamá, cual arquitecto de fantasías, levantaba una a una, las paredes de mi castillo de arena…. Aún me parece escucharla: “Debes estar impecable el próximo sábado…” Veamos tus uñas. Tu cabello requiere un pequeño corte. Tendré que comprarte unos zapatos y unos ganchitos del mismo tono turquesa de la cinta de raso de tu vestido nuevo…”. Siempre íbamos juntas a escoger el regalo. Yo sugería el obsequio ideal para la cumpleañera o cumpleañero y me las ingeniaba para que al final comprara dos (por supuesto uno era para mí). Ella envolvía el presente, con el celo que se envuelve un jarrón de cristal y lo decoraba con el motivo infantil de la tarjeta de invitación de la celebración en cuestión.
El último cumpleaños al que me convidaron no fue la excepción. De un modo especial, el tono turquesa de mis accesorios, daba un aire de vida campestre, al fondo blanco de organza: En mi cintillo se enlazaban, a manera de enredadera, sutiles florecillas; el dije de la cadena que colgaba de mi cuello, era un pescadito con diminutos cristalitos al igual que la pulsera y los zarcillos. Imposible olvidar el bolso, no más grande que mis dos manos empuñadas, tejido en hilo turquesa. Mamá reía tanto con los payasos u otras atracciones en aquellas celebraciones, que muchas veces me he preguntado quién disfrutaba más esas fiestas infantiles; si ella o yo. Participábamos en todas las actividades que los anfitriones proponían y comíamos golosinas hasta reventar. Generalmente, ya para la hora del pastel, era tal el empalagamiento de ambas, que desistíamos de tomar un trozo. Mi padre nos acompañaba y observaba meditabundo desde la mesa, presto siempre a colaborar si yo me salía un poco de control; lo cual, debo reconocer, sucedía con cierta frecuencia (a veces, me dedicaba a correr sin parar e incluso en ocasiones, tropezaba sin querer a los otros niños; en fin, algunas otras travesuras más…). Camino a la fiesta, le asignábamos la importante misión de vigilar estrictamente, como quien cuida un fuerte militar, el cotillón, el centro de mesa, algún premio ganado en la fiesta, en fin, todo lo que íbamos recolectando desde nuestra llegada. El siempre cumplió cabalmente su misión. Jamás se perdió algo de nuestro tesoro y si fue así, se las ingenió para que yo no lo notara. Tesoro que a la mañana siguiente, lucía regado por todo el piso de mi cuarto. Destellos de diminutos papelillos multicolores se confundían con el fondo marino de la alfombra, a la espera de que las manos de mi madre, con guantes de paciencia, se apresuraran a recogerlo todo. Labor que desempeñaba, mientras, como siempre lo hacía, amenazaba con no dejar en otra ocasión, que yo trajera tantas cosas de las fiestas… Nunca lo cumplió. Entonces, mi papá se limitaba a contemplar el espectáculo, a la vez que me decía: “Ahora se quejará de lo manchado que está tu vestido y jurará que a la próxima fiesta iras con braga de jardinero”. No pasaban tres minutos cuando escuchábamos “ya verás, la próxima vez irás con braga de jardinero, hasta que aprendas a cuidar tu vestido”. Jamás nos atrevimos a comentarle que también ella llegaba a casa con rastros engolosinados en sus vaporosos trajes y que Petra, quien la ayudaba en los deberes hogareños, se nos quejaba en tono muy bajo, porque no sabía cuál ropa estaba más sucia luego de esas tardes festivas, si la mía o la de la señora de la casa.
Sólo que aquella calurosa mañana de junio, no usé el traje de organza blanca con la cinta de raso turquesa. En su lugar, usé una cinta del mismo material pero negra, que la mujer que me vistió dispuso para la ocasión. No recuerdo exactamente quién fue. Unas veces creo recordar el rostro de mi tía Andrea, de melancólicos ojos color café, con la nueva cinta en las manos. Otras, me llega a la mente la figura regordeta de Mery, prima de papá, colocándola en el pasacintas de mi vestido.
No entendía bien lo que pasaba. ¿Por qué no era mamá la que se encargaba de eso? Además, ella detestaba el color negro. Muchas veces la escuché decir que sólo los momentos fúnebres la obligaban a utilizarlo porque la hacía lucir pálida y desencajada.
Me preguntaba si mi mamá querría que yo usara esa horrible cinta negra. No podía imaginar una fiesta decorada de negro ¿Se habría equivocado? Rememoro mi voz llamándola, una y otra vez...
Ya empezaba a desesperarme cuando papá entró al cuarto. Jamás lo había visto tan serio. Parecía estar más bravo que cuando dibujé una playa en el espaldar de su sillón favorito, de piel color perla, con marcadores indelebles. Entró y me tomó por los brazos, aferrándolos a su cintura con una fuerza tal que me dolieron mucho; mientras los suyos abrazaban mi cuello. No lo vi llorar pero estoy segura de haberlo escuchado gemir. Y tal vez, de sentirlo temblar un poco cuando me abrazó ¿Sería que se dio cuenta de que faltaba en su escritorio, el cenicero de cerámica antiguo que había heredado de mi abuela? ¿Le habría contado mamá que lo rompí, por supuesto sin querer, cuando entré a la biblioteca en busca de una perforadora para mis labores escolares? Tal vez vio restos de los trozos rotos… Pero… ¿Cómo? Si mamá y yo los recogimos todos y los botamos con gran cuidado en una bolsita de papel marrón en el pote de la basura que está en la cocina y ¡él nunca bota la basura! ¿Qué otro daño hice en estos días? Me encontraba sumergida en el arqueo de mis tremenduras recientes, tratando de encontrar el motivo del mal humor de papá, cuando de repente él dijo con voz entrecortada: “Tu mamá murió en la madrugada. Termínate de vestir…” No sé qué más dijo. Sólo sé que no entendí absolutamente nada. Durante los cinco años de mi vida, jamás se había muerto mi mamá. Sólo podía percatarme de que lo que ella había hecho le molestaba enormemente a él.
Cuando salí de mi cuarto, ya vestida de organza blanca, con la cinta de raso negra, me percaté de que había muchas personas de visita, lo cual significaba con toda seguridad, una exquisita merienda. Pero a mamá no le gustaría que todas esas personas se hubieran vestido de negro ¡Seguramente ella estaba en la cocina preparándolo todo para atenderlas! Traté de ir hacia allá pero alguien lo impidió. Prácticamente me obligó a sentarme en una silla muy alta de la sala.
Una de varias sillas que yo no había visto antes en la casa. Al rato vi a papá y le pregunté si podía acercarme a la caja larga y grandota que había en el centro del salón, donde antes reposaba una mesa de caoba tallada. Incluso prometí que no lloraría como parecía hacer todo el que se iba acercando a ese sitio. Me sentía atraída más por las tantas flores que la rodeaban, que por la caja en sí, por lo que volví a preguntar si podía hacerlo.
Quería tocar especialmente las calas amarillas que formaban un gran círculo como el sol que mamá me enseñó a pintar cuando yo estaba pequeñita. En unos segundos, era cargada por mi papá e íbamos hasta la cajota, pero no me dejó tocar las calas amarillas. Me subió un poco por encima de la caja y fue entonces cuando vi a mi mamá durmiendo allí. Ni siquiera le gustaba que yo me durmiera en el sofá, entonces ¿Por qué ella se había metido ahí para hacerlo? Jugando a ser mamá, la llamé y le dije que se despertara y se fuera a su cama. No se despertó. No jugó conmigo. No recuerdo más. Sólo a papá de muy mal humor. Y después de ese día, mamá no volvió a vestirme, a jugar conmigo, a llevarme al colegio, a prepararme para las fiestas…Simplemente no estuvo más.
Aún hoy no lo entiendo ¿Por qué sí mamá me explicó de dónde venía el azul del cielo, por qué yo era niña y no niño, por qué no debía golpear a mi gatico, por qué hay personas negras y blancas y mil cosas más, entonces por qué jamás me habló de la muerte? De haberlo hecho, yo habría podido llorarla aquella calurosa mañana de junio.
Margarita Montoya
Esta historia guarda muchas emociones juntas. Como te dije en la clase, la imagen de las calas amarillas le rompe a uno el corazón.
ResponderEliminarEl principio es muy ameno pero la repentina imagen de la cinta del vestido cambiando de azul a negra palpitó en mi y le cambió todo el tono a la historia.