lunes, 29 de junio de 2009

La Culpa es de Luis...

Cuento Comunal

Ciudad, dama luminosa de alma oscura que abrigas temores y fantasías. Entre esquinas y faros de relucientes cocuyos y luz de neblina cruza la brisa.

Te busco en cada esquina, te busco en cada faro. He recorrido todos tus lugares, y aunque te pude encontrar, tú no quisiste verme. Ahora soy yo quien ya no quiere ser encontrado ni visto, en esta agitada ciudad.


Sin embargo, no dejo de pensar en ti. No puedo, te trato mal, te alejo, pero no puedo. ¡Te escurres como una imagen subliminal detrás de todo! Eso no era parte de mi plan. ¿Eres tú el que se ríe detrás de la luna? Abandona ese lugar, me rindo, tómame de nuevo.

Déjame fluir por tus calles, alójame en el túnel de tu mirada; permite que vuelva a tus plazas y enséñame, reinvéntame, volvamos a besarnos ahora que ya no importan los espejos. Ahora que no nos mira nadie instálate para meterme debajo de tu piel, calentarte en tus noches, olerte en el día y reconocernos cuando nos miremos.


Si puedes…sólo si puedes llenar tus ojos nuevamente de mí. Sólo si puedes recordar las texturas, los aromas, los sentidos que una vez te dejaron ciego. Y a veces pienso que no podrás. Como a mí te dolerá tanto que preferirás apresarme en tu memoria.


Y, hablando de memoria, ¿Alguien podrá recordar los nombres de todas las esquinas de Caracas?



sábado, 27 de junio de 2009

La Evidencia


Salvo quizás, por esa casi imperceptible gota de sangre seca, todo aparentaba estar en orden. Él había revisado cada detalle. La coartada era inexpugnable. Pero, inesperada, aparecía. La tarde la revelaba con trazos de luz.

Olvidaba al inspector. Formulaba las preguntas de rigor. Tras los anteojos era un halcón cayendo sobre su presa.
¿A qué hora asesinó a su esposa?— La pregunta, punzante, le estremeció.
Una perla de sudor afloró. Sus ojos, atrapados por el embrujo, resbalaron hacia la alfombra. Tras ellos, acuciosa, siguió la mirada del oficial. Una sonrisa coronó la sospecha. Afuera, azarosa, la vida continuaba.

Luis Bonilla

jueves, 25 de junio de 2009

El Vestido de Organza Blanca

Aquella calurosa mañana de junio, me vistieron con el traje de organza blanca que usé en el último cumpleaños al cual había asistido.

A mis escasos cinco años, la invitación a una fiesta era un gran evento. Mi madre me preparaba como si fuera yo la festejada. En aquella ocasión, como en todas las anteriores, mi mamá, cual arquitecto de fantasías, levantaba una a una, las paredes de mi castillo de arena…. Aún me parece escucharla: “Debes estar impecable el próximo sábado…” Veamos tus uñas. Tu cabello requiere un pequeño corte. Tendré que comprarte unos zapatos y unos ganchitos del mismo tono turquesa de la cinta de raso de tu vestido nuevo…”. Siempre íbamos juntas a escoger el regalo. Yo sugería el obsequio ideal para la cumpleañera o cumpleañero y me las ingeniaba para que al final comprara dos (por supuesto uno era para mí). Ella envolvía el presente, con el celo que se envuelve un jarrón de cristal y lo decoraba con el motivo infantil de la tarjeta de invitación de la celebración en cuestión.

El último cumpleaños al que me convidaron no fue la excepción. De un modo especial, el tono turquesa de mis accesorios, daba un aire de vida campestre, al fondo blanco de organza: En mi cintillo se enlazaban, a manera de enredadera, sutiles florecillas; el dije de la cadena que colgaba de mi cuello, era un pescadito con diminutos cristalitos al igual que la pulsera y los zarcillos. Imposible olvidar el bolso, no más grande que mis dos manos empuñadas, tejido en hilo turquesa. Mamá reía tanto con los payasos u otras atracciones en aquellas celebraciones, que muchas veces me he preguntado quién disfrutaba más esas fiestas infantiles; si ella o yo. Participábamos en todas las actividades que los anfitriones proponían y comíamos golosinas hasta reventar. Generalmente, ya para la hora del pastel, era tal el empalagamiento de ambas, que desistíamos de tomar un trozo. Mi padre nos acompañaba y observaba meditabundo desde la mesa, presto siempre a colaborar si yo me salía un poco de control; lo cual, debo reconocer, sucedía con cierta frecuencia (a veces, me dedicaba a correr sin parar e incluso en ocasiones, tropezaba sin querer a los otros niños; en fin, algunas otras travesuras más…). Camino a la fiesta, le asignábamos la importante misión de vigilar estrictamente, como quien cuida un fuerte militar, el cotillón, el centro de mesa, algún premio ganado en la fiesta, en fin, todo lo que íbamos recolectando desde nuestra llegada. El siempre cumplió cabalmente su misión. Jamás se perdió algo de nuestro tesoro y si fue así, se las ingenió para que yo no lo notara. Tesoro que a la mañana siguiente, lucía regado por todo el piso de mi cuarto. Destellos de diminutos papelillos multicolores se confundían con el fondo marino de la alfombra, a la espera de que las manos de mi madre, con guantes de paciencia, se apresuraran a recogerlo todo. Labor que desempeñaba, mientras, como siempre lo hacía, amenazaba con no dejar en otra ocasión, que yo trajera tantas cosas de las fiestas… Nunca lo cumplió. Entonces, mi papá se limitaba a contemplar el espectáculo, a la vez que me decía: “Ahora se quejará de lo manchado que está tu vestido y jurará que a la próxima fiesta iras con braga de jardinero”. No pasaban tres minutos cuando escuchábamos “ya verás, la próxima vez irás con braga de jardinero, hasta que aprendas a cuidar tu vestido”. Jamás nos atrevimos a comentarle que también ella llegaba a casa con rastros engolosinados en sus vaporosos trajes y que Petra, quien la ayudaba en los deberes hogareños, se nos quejaba en tono muy bajo, porque no sabía cuál ropa estaba más sucia luego de esas tardes festivas, si la mía o la de la señora de la casa.

Sólo que aquella calurosa mañana de junio, no usé el traje de organza blanca con la cinta de raso turquesa. En su lugar, usé una cinta del mismo material pero negra, que la mujer que me vistió dispuso para la ocasión. No recuerdo exactamente quién fue. Unas veces creo recordar el rostro de mi tía Andrea, de melancólicos ojos color café, con la nueva cinta en las manos. Otras, me llega a la mente la figura regordeta de Mery, prima de papá, colocándola en el pasacintas de mi vestido.

No entendía bien lo que pasaba. ¿Por qué no era mamá la que se encargaba de eso? Además, ella detestaba el color negro. Muchas veces la escuché decir que sólo los momentos fúnebres la obligaban a utilizarlo porque la hacía lucir pálida y desencajada.
Me preguntaba si mi mamá querría que yo usara esa horrible cinta negra. No podía imaginar una fiesta decorada de negro ¿Se habría equivocado? Rememoro mi voz llamándola, una y otra vez...

Ya empezaba a desesperarme cuando papá entró al cuarto. Jamás lo había visto tan serio. Parecía estar más bravo que cuando dibujé una playa en el espaldar de su sillón favorito, de piel color perla, con marcadores indelebles. Entró y me tomó por los brazos, aferrándolos a su cintura con una fuerza tal que me dolieron mucho; mientras los suyos abrazaban mi cuello. No lo vi llorar pero estoy segura de haberlo escuchado gemir. Y tal vez, de sentirlo temblar un poco cuando me abrazó ¿Sería que se dio cuenta de que faltaba en su escritorio, el cenicero de cerámica antiguo que había heredado de mi abuela? ¿Le habría contado mamá que lo rompí, por supuesto sin querer, cuando entré a la biblioteca en busca de una perforadora para mis labores escolares? Tal vez vio restos de los trozos rotos… Pero… ¿Cómo? Si mamá y yo los recogimos todos y los botamos con gran cuidado en una bolsita de papel marrón en el pote de la basura que está en la cocina y ¡él nunca bota la basura! ¿Qué otro daño hice en estos días? Me encontraba sumergida en el arqueo de mis tremenduras recientes, tratando de encontrar el motivo del mal humor de papá, cuando de repente él dijo con voz entrecortada: “Tu mamá murió en la madrugada. Termínate de vestir…” No sé qué más dijo. Sólo sé que no entendí absolutamente nada. Durante los cinco años de mi vida, jamás se había muerto mi mamá. Sólo podía percatarme de que lo que ella había hecho le molestaba enormemente a él.

Cuando salí de mi cuarto, ya vestida de organza blanca, con la cinta de raso negra, me percaté de que había muchas personas de visita, lo cual significaba con toda seguridad, una exquisita merienda. Pero a mamá no le gustaría que todas esas personas se hubieran vestido de negro ¡Seguramente ella estaba en la cocina preparándolo todo para atenderlas! Traté de ir hacia allá pero alguien lo impidió. Prácticamente me obligó a sentarme en una silla muy alta de la sala.

Una de varias sillas que yo no había visto antes en la casa. Al rato vi a papá y le pregunté si podía acercarme a la caja larga y grandota que había en el centro del salón, donde antes reposaba una mesa de caoba tallada. Incluso prometí que no lloraría como parecía hacer todo el que se iba acercando a ese sitio. Me sentía atraída más por las tantas flores que la rodeaban, que por la caja en sí, por lo que volví a preguntar si podía hacerlo.

Quería tocar especialmente las calas amarillas que formaban un gran círculo como el sol que mamá me enseñó a pintar cuando yo estaba pequeñita. En unos segundos, era cargada por mi papá e íbamos hasta la cajota, pero no me dejó tocar las calas amarillas. Me subió un poco por encima de la caja y fue entonces cuando vi a mi mamá durmiendo allí. Ni siquiera le gustaba que yo me durmiera en el sofá, entonces ¿Por qué ella se había metido ahí para hacerlo? Jugando a ser mamá, la llamé y le dije que se despertara y se fuera a su cama. No se despertó. No jugó conmigo. No recuerdo más. Sólo a papá de muy mal humor. Y después de ese día, mamá no volvió a vestirme, a jugar conmigo, a llevarme al colegio, a prepararme para las fiestas…Simplemente no estuvo más.

Aún hoy no lo entiendo ¿Por qué sí mamá me explicó de dónde venía el azul del cielo, por qué yo era niña y no niño, por qué no debía golpear a mi gatico, por qué hay personas negras y blancas y mil cosas más, entonces por qué jamás me habló de la muerte? De haberlo hecho, yo habría podido llorarla aquella calurosa mañana de junio.
Margarita Montoya

Embriaguez

Pasé tatareando una canción
por el pintoresco boulevard
de aquel viejo pueblo.

Eran las 9, tal vez las 10
y me provocó cantar…

Alguien me detuvo.
No recuerdo su cara,
sólo una pregunta
enmarcada de uniforme:
¿Está usted embriagada?
y siendo totalmente sincera
simplemente respondí
con un solemne sí.

Después de todo,
Estaba embriagada
por tu caminar,
altivo y seguro.
Por tu mirada recelosa
y esa forma peculiar,
de azararte con el tiempo.

Me embriaga el dorso de tu lengua
cuando se cuela en los sonidos
que irrumpen mis oídos.
Y me embriaga tu mano fuerte,
adosada a mi cadera
con sus pulpejos soñolientos,
danzando temeroso.

Y tu piel ruborizada,
como a quien le falta experiencia
en cuestiones del amor,
cuando le ofrezco
mis atrevidas caricias.

Me embriagan cada uno de tus dedos
cuando se enlazan con el castaño
que cae sobre mis hombros.
Me embriagaste desde el primer día
en que se cruzaron nuestras pieles.

Sí.
Me he embriagado tantas veces
con tu aroma varonil,
que me domina y me revela
en un solo instante de entrega.

Porque tu elixir es el fuego
que me niego a combatir.
Cuando mi tren se adentra
en el túnel de tus labios,
te sospecho rogando
que el viaje no termine.
También me he embriagado
con tus infantiles celos
o cuando no logra aceptar
ver mi atención alejarse.

Claro que estoy embriagada
por tu machismo bien entendido.
Por cada halago que me ofreces
al llegar la madrugada.
Y por esa forma maravillosa
que tiene de quererme
cuando me llamas tu amiga,
tu novia, y tu amante.

Seguía yo sumergida
en todas mis borracheras,
por el exquisito vino
que se añeja con tu amor,
cuando de pronto escuché,
“Súbase a la patrulla,
no oponga resistencia,
porque va a pasar su borrachera
esta noche en una celda…”

Fue sólo a la mañana siguiente
cuando atiné a preguntar,
Si estaba negado
embriagarse de amor,
al declararse en ese viejo pueblo,
la prohibición de beber.

Margarita Montoya

Mi Soledad

Mi soledad estorba
el manantial de tu risa.
Entorpece tu fervor
por descubrir la vida.
Es obstáculo que opaca
la luz que tú emanas.

Mi soledad te ahoga.
desespera y atormenta.
Es silencio que te hiere
Es ausencia que te toca.

Mi soledad amor mío,
no surgió ayer,
ni tampoco hoy.
Es leyenda de mi vida
que mece cada noche
la cuna de mis sueños,
y es el canto que me alerta
que ha llegado un nuevo día.

No por ella te amo menos,
ni amé más a otro.
La soledad simplemente,
navega sin solicitar permiso,
en mis tortuosas venas.

Mi soledad, Amor mío,
es mi derecho al silencio,
al rincón apartado,
a la lectura de un libro
o quizá simplemente
a escucharme existir.

Mi soledad es el obstáculo
que jamás podrás vencer,
porque es el mayor anhelo
cuando mi alma la extraña.

Sin embargo amor,
No dudes al ver
mis labios quietos;
tampoco diré otro nombre.
Ni mis párpados gachos
son cortinas de recuerdos.

No es mi soledad tu rival,
porque ella soy yo
y no podrías amarme
y odiarme a la vez.

Por favor yo te ruego,
te suplico mi amor,
no me pongas a escoger
entre mi soledad y tú.
Porque te adoro
como a ninguno adoré
pero no estoy dispuesto
ni por ti ni por otro
a desterrarla de mi vida
porque mi soledad soy yo.

Margarita Montoya

Voces y Equipajes

Tu voz germinó en mis recuerdos
del tiempo en que fuimos fugitivos.
Evadidos del algebra y los libros
nos refugiamos en el patio de la escuela

Siempre hablabas tú.
Tu voz era un río de anécdotas perfectas.
Eras mujer, risa y palabra.
Tu mirada, quizás, buscaba los planetas.
O, simplemente, imaginabas
sutiles formas en las nubes viajeras.

Yo me quedaba en silencio.
Cada frase tuya era tan honda y risueña.

Ni siquiera quise hablar aquella tarde
cuando destrozamos una laja de piedra
y sorprendimos a una salamandra durmiendo
en el sueño anfibio de las yedras.

La distancia es más larga que tu voz.
Por eso, guardo tu sonrisa y tu acento,
embaladas en un rincón de mi equipaje
para cubrirlas del olvido y el tiempo.

Hernan Lameda

miércoles, 24 de junio de 2009

Mala pero Buena


¡Hay cabida para todos, para los vivos, los muertos, para los pobres, los ricos, para los mentirosos, los infieles, los payasos, los niños, los grandes, los buenos y los malos!

Aunque hay mucho smoke y tráfico durante el día, y luces, muchas luces e inseguridad durante la noche, cuando estoy lejos ansío estar en ella, me da la sensación que al estar allí soy yo, también me siento cerca de lo que aún amo. Y pese a la contaminación y al ajetreo, todavía sigo teniendo cabida en ésta, mi ciudad.

Las muchas horas interna en una inmovible cola, me ayudan y a veces me hunden en una profunda pensadera, canto, lloro, hablo conmigo misma, hablo con Dios, lo mejor de todo es que él me contesta. Son momentos que antes de llegar a esta cosmopolita urbe, no vivía, paradójicamente no había tiempo.

Mi ciudad adoptada, la que en otrora fuera la de techos rojos, convertida actualmente en la urbe de altos rascacielos, además de cerros cundidos con ranchos simulando pesebre, también es la metrópoli de los tiroteos nocturnos, la capital de la matraca y viveza de los hombres de marrón y los uniformados azules. Una ciudad que me permite detallar a las personas que van en el vehículo de al lado e inventarles una vida, sin mencionar el hecho de bajar rápidamente los seguros del carro al acercarse un raro hombre o un motorizado.

Pese a todo lo que suena malo y lo peor, al vivirlo es desagradable, esta es mí adorada ciudad donde he disfrutado buenos y bellos momentos, recordados con mucha añoranza, aunque en ella también he vivido momentos tristes y negativos que quisiera olvidar y mí ciudad es tan noble y dinámica que en ella volveré a acariciar la felicidad.
Miriam Barroeta

jueves, 18 de junio de 2009

Mi Ciudad


Hacía tiempo que no la visitaba. No supe cuanto la extrañaba hasta estar de vuelta. Estaba allí, tal como mi memoria había prescindido de ella. Ahora que miro con claridad sus límites y alrededores, puedo visitar con los ojos cerrados cada uno de sus rincones, escucho como la recorre el viento, como la equilibra el latido de su ritmo, percibo el olor de cada lugar, me rozan sus lisuras y asperezas, el sabor de todo lo que entra en ella.

Hace unos años que me fui. No recuerdo bien ahora, cómo ni por qué.
Buscando compañía, me mudé a una ciudad ajena. Pasaba en ella todos mis días. No supe cuando ni de que manera se fueron borrando los límites y comencé a vivir en algún alrededor. Los aromas y sabores de tan picantes se volvieron sosos, siguiendo una melodía fui olvidando su ritmo; unos latidos apresurados y el desordenado viento me impedían escucharlo.

Tuve miedo de estar enloqueciendo. Había perdido la memoria, ahora ocupada por esa otra ciudad. En un intento por orientarme cerré lo ojos y noté que había olvidado como respirar. Tomé aire; quieta comencé a sentir como la brisa acariciaba cada recodo y una corriente tibia iba poblando sus largas calles circulares. Poco a poco fue regresando el sonido, el tan tan de su funcionamiento íntimo, sus olores, el dulce y amargo humedecidos de todo lo que la alimenta.

Estaba de vuelta. Podía sentir compasiva su dolor y su angustia. Podía mirar sin resistirme, los baches en sus calles aguardando a ser reparados, la soledad de sus fachadas clamando matices, la desnudez de sus jardines en víspera de primavera, esperando por mí.


Mi ciudad Cosmopolitan es también y al mismo tiempo, una vecindad habitada por muchos y variados personajes, que van dibujando paisajes en permanente remodelación. Tiene seis ciclos diarios de cuatros estaciones, cada uno de los 365 días del año y sin embargo, todo en ella me es familiar e íntimamente conocido. Mi barrio, mi calle, mi casa, mi cuarto, mi cama, mi almohada… Con un suspiro placentero me alivio y la recorro; la encuentro silenciosa y plena de movimiento. Mi ciudad es larga y llana y tiene los ojos verdes.
Nora Palacios

Musa en Madrid


Quisiera ser una musa
despreocupada
adorada por el pincel de Goya
dueña de las galerías de El Prado

Mi espalda descansando
sobre un diván que no conozco:
abrazo de seda, tersa, helada,
las caderas estremecidas por la mirada del pintor

Quisiera ser humana
concebida por la prosa de Neruda,
mis curvas narradas por su lápiz apasionado,
las manos reposadas enviando mensajes

códigos que se descubrirán más adelante
ante otros ojos, tal vez los de Cervantes
cartas que alcanzarán la costa
después de navegar muchos mares

Pero soy estrella
percibida por la mirada de los poetas
sólo de noche, cuando la materia desaparece entre las sombras
cuando la luz de los museos se escapa por los ventanales
y mi cuerpo celeste titila desde otras galaxias.
Dafne Gil

Todo el Mundo en Tus Calles

Caracas: mi Constantinopla, mi ciudad imperial
Caracas: mi mayo francés, mi universidad
patio de recreo, café de Roma, tertulia insomne

Coloso urbano, aldea de mis afectos
Saigón y Nueva York, Moscú y París
en tu geografía despiertan

Torres donde he vivido:
pequeñas y grandes ventanas
que han sido mis ojos

desde ellas he mirado el árbol que no me pertenece
el almuerzo y la siesta del vecino
la tristeza irreverente del suicida

Caracas de Chaguaramos, Jabillos y Mangos
cientos de Metros recorren mis colegas urbanos
cientos de horas discurro en tu tráfico jugando ajedrez conmigo misma
(reina en mi tablero me escondo para no verte pobre, sucia y pavorosa)

Un río que es una herida
una montaña que es la gloria y desde ese verde feroz: un aeropuerto
Ciudad de marcha valiente. Autopistas que funden la sangre de todos

Caracas de Soto, Cruz Diez y Narváez,
cinéticos caobos que refrescan a los peatones de domingo
plazas que acogen besos y discursos
te he llevado a Bogotá y París, a ¡Frankfurt!

Ciudad del amor, el arte y la poesía
como un pergamino que releo a veces
llevas registro de los besos que me han dado
tantos como tus quebradas y esquinas

Urbe sin muros, envidia de Berlín
Vuelve a nosotros, déjate caminar otra vez
como si fueras Barcelona, acude a tus maestros
invita a Madrid a tu mesa

Alma de concreto, a veces Detroit, otras Manaos
Eres todo el mundo en tus calles
y el mundo todo
-ingenuo, violento y feliz-
aguarda por tu renacimiento.

Dafne Gil

Buenos Aires

Ahora, en Buenos Aires, hay un hombre en un café.
Lo acompaña la caricia en el tobillo
ha extraviado el beso de puerto que encontró ayer.

Ahora, en Buenos Aires, hay un beso que vibra en la brisa
sin dueño
ni mensaje.

Aquí, en mi bahía
la esquina de mis labios se contenta
con el té de las buenas tardes.

La libélula de la alegría despeina una pestaña
como si un beso fugitivo, en un rapto de entrega,
hubiese descubierto mi belleza.

Dafne Gil

Barcelona


Un tipo besa a su hija en la frente,
es domingo por la tarde.

De pie en la calle de Los Cuatro Gatos
alegre y desdibujado él
como si Picasso estuviera borrándole algo
se despide y quiere dejarle todo el saber del mundo en sus manos

Ella, la hija, es irreverencia, es inocencia
es Miró y Braque beligerantes y desparramados
sobre el lienzo vitralizado de la Barceloneta
muros tantas veces rayados, testigos de todas las injusticias

Se instala la rabia, nuevamente la soledad
sabe que -océano aparte- él tiene una vida
continente adentro, ella regresará a su ventana
y mirará el mercado, la calle. Desde el autobús: Gaudí.

Avanzan divergentes sus pasos, también sus genes
Van casi felices. Volverán a verse
Cuándo y dónde ya no importa.
Dafne Gil

A Veces

A veces, en el ascensor
sólo somos dos extraños:
Dos absurdos,
como la humanidad que sube y baja.
Azotados por un huracán de negaciones,
contemplamos el reloj,
para evitar nuestras miradas.

A veces; bajo la dicha del árbol en la plaza,
quiero contarte mi vida, mi infancia y lo que quiero…
pero volteo y te miro callada y ausente
y entiendo que estás fuera de mi vida y de mi tiempo.

Pero justo en ese instante te volteas
y me obsequias la alegría de tus grandes ojos negros…
como un relámpago imprevisto me capturas
y sonríes apenada y nada puedo
decir cuando me dices :«¡Perdón!»
por no haberme escuchado.

Como una ola vas y vienes, no te cansas,
de llegar a mis arenas y volverte
hacia el mar invisible hecho con tus pensamientos
cada vez que volteas tu mirada.

Hernan Lameda

lunes, 15 de junio de 2009

La Tragedia de Angustia

MONÓLOGO
LA TRAGEDIA, PERSONIFICADA POR ANGUSTIA,
QUIERE SOBREVIVIR AL MODERNISMO.


Angustia entra en la sala, con las manos en la cabeza como si estuviera suplicando misericordia.

Autores, ¿Qué pasa con ustedes que ya no me toman en cuenta? ¿Será que ya estoy vieja y no me parezco a Ivonne De Carlo? ¡Contéstenme, mándenme una señal!

Llorando, tomó su automóvil, un Studebaker modelo 1952, al arrancar rumbo a su oficina, el carro se detuvo al frente de un salón de damas, intentó encenderlo nuevamente sin tener éxito; trató de parar una grúa pero ninguna le hizo caso.

¿Será que esta es la señal que me mandaron los autores? ¿Deberé entrar en ese antro de belleza para que me actualicen?

Gracias a unos señores, consiguió aparcar el carro en un puesto que estaba libre, casualmente a las puertas del centro de belleza. Al entrar, se dio cuenta de que los asistentes la miraban asombrados por su presencia; también observó rostros de los que había oído hablar, nunca se imaginó coincidir con ellos en un mismo sitio.

Siguiendo las instrucciones del lugar, tomó las llaves de un privado y observando curiosamente los ejercicios que hacían los demás asistentes, se dirigió lentamente al cubículo asignado. Sentada en un banco frente a un espejo, aguardando a quien la iba a atender dijo en grave voz:

Autores, ya sé lo que me pasa, estoy completamente desactualizada, no puedo luchar contra ellos. No puedo contra su humor, suspenso, relajantes cuentos, intrigas que llegan al clímax para luego desvanecer en un lógico final; a mi me tocan los procesos que no tienen solución, quizá mi nombre, Angustia, sea el imán para todos mis hechos; No quiero darme por rendida, pero estoy consciente de que el trabajo será duro. Ya no hay epopeyas ni batallas, todo tiene solución en la vida, pero conmigo la única solución es la muerte. Ustedes tienen otras cosas en qué pensar, la vida es otra. Me he dado cuenta de ello. Quizá alguno de ustedes se acuerde de mí algún día. Yo no tengo sitio en estos tiempos. El intrépido que se aventure a entrar en mi seno será bienvenido, acá no tengo nada que hacer porque yo nunca cambiaré. Dejo mi puesto a la novela, al cuento; al ensayo y a la comedia; a la poesía y a la crónica; a aquellos que van de la mano con el tiempo. No me darán nuevos papeles, pero siempre estaré presente en ustedes.

Remo Tortello

Ser Rico es Malo

Existió, hace muchos siglos, un reino al cual el creador le fue infinitamente generoso. Lo pobló con personas amables, educadas y muy trabajadoras. Lo dotó de preciosos paisajes, grandes extensiones de tierras fértiles, abundante agua, un clima tropical extraordinario, diversidad de animales, todos los minerales existentes y, en especial, uno que Dios colocó por todos sus caminos. Éste era de color negro y sus habitantes lo llamaban Mene.


De un momento a otro, el Mene comenzó a ser muy codiciado por todas las naciones que no lo poseían. Era tanto así, que el resto del mundo estableció relaciones comerciales con este hermoso territorio, al que consideraban privilegiado por tener abundancia de este mineral. Dicho comercio le generó inmensas riquezas materiales que lo llevó a convertirse en un pueblo muy rico.


Con el pasar del tiempo, sus ciudadanos fueron perdiendo el interés por el trabajo ya que el dinero les llegaba muy fácilmente por la venta del Mene. Además, el rey y su corte repartían por doquier: comidas, casas y enseres para satisfacer las necesidades de su reino. Por este gesto sus ciudadanos lo veneraban como a un ser supremo, puesto que les solventaba sus más mínimas exigencias. Sólo tenían que hablarle y él les enviaba un emisario para que les complaciera su petición. Incluso, a veces iba personalmente a escuchar sus quejas.


Un día las cosas comenzaron a cambiar, el Mene ya no era tan codiciado. Perdía mucho valor en los mercados y los recursos que ingresaban por su venta, cada vez eran menores. El rey comenzó a impacientarse porque ya no tenía suficiente capital para complacer las constantes demandas de sus súbditos. Fue tanta su preocupación que muchos creyeron que se había vuelto loco. Hablaba a cada momento a sus ciudadanos para decirles que todo continuaría igual, que la merma de dinero no afectaría en nada y seguiría dándoles lo que ellos les pidieran.


Al cabo de varios meses, la situación empeoró. Los pobladores comenzaron a protestar por todos los lugares ya que no les llegaban los recursos para suplir sus necesidades. El país era un caos. Fue tanto el desconcierto que el rey viajó a una isla cercana, donde vivía un viejo rey que muchas veces le había aconsejado. Quien, además, le tenía asignado sus más fieles guerreros para que lo protegiera de cualquier magnicidio. Ambos, deliberaron por más de un mes. Llegaron a la conclusión que la única manera para lograr que la nación se recuperara y volviera a su anterior estilo de vida, era que todos sus habitantes comenzaran a trabajar, deberían producir lo necesario para su subsistencia. En pocas palabras, se ocuparan de ganarse la vida.


Esta propuesta fue rotundamente rechazada por todos, ya que su rey siempre les decía que ellos eran inmensamente ricos por tener mucho Mene y no necesitaban trabajar. Por tanto, consideraban que la riqueza del suelo era suficiente para suplir todas sus exigencias y muchos más. Ellos demandaban que el rey buscara otra solución más beneficiosa, siempre y cuando ésta le permitiera llevar la vida que hasta ahora habían tenido: se habían acostumbrado a tenerlo todo sin trabajar.


Esta posición del pueblo complicó aún más la situación. El país se volvió pobre. Aumentó la delincuencia, la desidia y el descontento. El rey perdió popularidad y ya no lo adoraban como antes. Se volvió gruñón, grosero con sus súbditos y no los complacía. Fue tanta la anarquía generada, que todos los ciudadanos prefirieron morirse de hambre, antes que ponerse a trabajar. El resultado final fue que el hermoso reino… ¡desapareció!

Aquiles Peña